martes, 29 de julio de 2014

junio (unplugged)

para paul rubio
este poema impermeable
este certificado de existencia. 

 augusto rubio acosta



así fue polito
cuando dejamos el almanzor
hacía frío y te tenía en mis brazos
de pronto pensé en la sublime violencia de los días
en el fondo y el diseño del alba que te entregaba
en las nubes de los cielos y las tardes borrascosas
en las noches transfiguradas en tormenta
hacía frío y te tenía en mis brazos
pensé en las palomas de las plazas que un día perseguirías
en las pompas de jabón y en los versos de tu media lengua
en los trapos rojos de las casas de barro en monsefú
en el camión sin frenos de tu destino

así fue polito
mamá reía y tu hermano se agitaba
así llegó el ultimito a nuestra casa
el mejor de los solcitos para el encabritado invierno
¿qué tan acerado será el límpido azul de los horizontes, no?
¿cuál será la verdadera edad de los colores del alma?
¿por qué papá habrá dejado su lámpara encendida en la oficina?, ¿qué significa?
¿por qué los autos en balta se tragan kilómetros de kilómetros de sueños?
hacía frío y te tenía en mis brazos
se estremecía mi vida mientras graffiteaba en el jirón cabrera
“por los abrazos y los fuegos
por las lágrimas de alegría
por tus ojos abiertos y nuestra copa en alto: bienvenido”

cuando dejamos el almanzor
mis palabras de arena (increíblemente)
no se las había llevado el viento
el corazón empujaba como una danza kañaris tum-tum
y tú habitabas nuestros ojos
a medianoche cerré temblando la edición del periódico
para escribir este poema
para que el día que la policía te pida papeles
le entregues esto y lo tengan muy claro
de dónde vienes
hacia dónde vas.

domingo, 27 de julio de 2014

Mujica en su rancho

Hoy, mientras almorzaba, vi esta entrevista con José Mujica. La comparto por considerarla de interés general entre ustedes amables lectores que se asoman permanentemente por aquí.


sábado, 26 de julio de 2014

Erradicar los desfiles escolares, ahora

Augusto Rubio Acosta

A mis oídos llega el ruido ensordecedor e insoportable que producen decenas de estudiantes de varios colegios del sur de la ciudad, los mismos que -organizados en ‘bandas de música’ o en ‘bandas de guerra’- interpretan una serie de inefables marchas militares, mientras sus compañeros de los ‘batallones’ ensayan, ‘desfilan’, ‘levantan la pierna hasta el pecho’, bajo la atenta y escrutadora mirada de ‘instructores premilitares’ rigurosos e irascibles, intolerantes y exigentes. El ruido llega -desde hace una semana- todas las mañanas, puntual, se inicia a las 8:30 am y no cesa hasta pasada la una de la tarde. Pero ahora que lo recuerdo, el problema se repite todos los años cada mes de julio y cada mes de mayo (aniversario del distrito), poniendo al suscrito de muy mal carácter, no sólo porque se atenta contra la tranquilidad del vecindario, contra la paz y quietud de quienes leemos o escribimos en Casuarinas, sino porque sobre todo me recuerda mis épocas de estudiante de secundaria, el nefasto rol que cumplí en la ‘banda de guerra’ de Raimondi (mi ex colegio durante once años), lo imbécil que fui.
En el Perú, por alguna extraña y estúpida razón, el amor a la patria ha sido entregado hace muchos años (es patrimonio), de las Fuerzas Armadas; si bien es cierto, las mismas han desempeñado un rol destacado en nuestra historia, ya es tiempo de que lo militar y sus símbolos (el ridículo fusil de madera que cargan los integrantes de las escoltas, por ejemplo) dejen de ingresar de manera exacerbada al imaginario de los jóvenes estudiantes de colegio, como si con ello se les impregnara un mayor (y mejor) sentimiento de cariño a la tierra donde hemos nacido.
Definitivamente, un cachaco (un soldado) no representa más amor a la patria que un maestro de escuela rural, que un artista plástico, un campesino, un escritor o un obrero. Los desfiles escolares militarizados, que son considerados (por nuestras tristes autoridades educativas) ‘testimonio de expresión patriótica’, deberían ser erradicados, reemplazados por pasacalles donde sea posible mostrar la auténtica riqueza cultural del país, por campañas de solidaridad y ayuda comunitaria o -en todo caso- por debates estudiantiles sobre si somos o no realmente libres como reza la letra de nuestro himno nacional. El cuartel y su ‘marcialidad’, la ‘gallardía’ de sus integrantes, tampoco representa amor a la patria; qué necesidad de exponer la salud física y mental de los escolares bajo el calcinante sol de los desfiles militarizados que, para colmo, tienen varias fechas o ‘fases’ eliminatorias en las que los colegios se inscriben “entusiastas”. Y todo por un ridículo gallardete.

Un poco de memoria
Hay cosas de las que uno se arrepiente en la vida, cosas que uno rechaza hoy porque en su momento carecíamos de la suficiente mirada crítica como para darnos cuenta de lo que estábamos haciendo o formando parte. El suscrito dirigió la ‘banda de guerra’ de su colegio los dos últimos años de la secundaria, los tres primeros fui un modesto integrante, pero jamás me quejé ni me pronuncié al respecto. Hoy lo hago, considero no tardíamente, porque este texto llegará a muchos hogares, familias donde hay adolescentes víctimas de del orden militarizado que aún impera en la mayoría de colegios cuyos directores piensan que el uso de la violencia o el miedo, con la disciplina y la educación van de la mano.
Fue en 1988. En aras de la ‘disciplina’, el director del colegio Raimondi contrató a dos militares, excombatientes del conflicto armado interno, que por esos años se desarrollaba básicamente en la Sierra del Perú, como responsables del curso de Pre Militar, así como del orden del plantel en su conjunto. Así, la vida se alteró para todos. De pronto dejamos de ser estudiantes y nos convertimos en una especie de reservistas, la clásica formación escolar durante las mañanas se multiplicó a tres veces cada día, una formación distinta, de cuartel, en la que proliferaban los golpes, las patadas y los gritos si es que se desalineaba el dedo de la costura del pantalón adonde debía ir pegado o se dejaba de mirar al pabellón nacional que teníamos al frente, por ejemplo. Habíamos regresado a las cavernas.
Durante 1988 y 1989, mis últimos años de vida escolar, los dos sujetos (los militares y excombatientes del conflicto armado interno), transformaron la vida apacible del plantel. Arengas, marchas de campaña, entrenamientos, canciones que destilaban odio hacia Chile y Ecuador, hacia el terrorismo, fueron pan de cada día. Quizá no lo sufrí como la mayoría de mis compañeros, debido a ciertos privilegios y consideraciones que tenía, pero me apenó e indignó siempre que a algunos estudiantes se les estruje y sumerja con violencia en el mar durante las ‘marchas de campaña’, que se desnude aulas enteras de estudiantes en nombre de la ‘disciplina’, que se pisotee las espaldas de los párvulos con las botas militares durante los repetidos ‘cuerpo a tierra’ que se ordenaban. Fueron años ominosos. Los ‘batallones’ ensayaban a diario (sobre todo en época de desfiles), se priorizó el ejercicio militar al libro, la meta era vencer, obtener el gallardete en los desfiles de San Pedrito, 28 de julio y 8 de octubre, disposición que sólo gente abyecta y cacasena pudo haber concebido.
Erradicarlos, no hay otra
Si la obsesión por el ‘porte marcial’ y la ‘gallardía’ generan que los niños más gordos, bajos de estatura, discapacitados o con problemas de coordinación sean percibidos como un problema, he ahí una buena razón para erradicar los desfiles escolares. Si el tiempo que se invierte en los ensayos (150 horas según estudios del Minedu), podría ser empleado en actividades más productivas (la lectura, por ejemplo), tenemos una segunda razón entre manos. Si los atributos físicos y el color de la piel determinan quienes desfilan primero o portan la bandera, estamos hablando de discriminación por donde se le mire. Y todo ello es condenable.
Los desfiles escolares en sí mismos adolecen de varias concepciones cuestionables, aquí sólo mencionamos unas cuantas. Ser buen ciudadano no significa desfilar con ‘gallardía’, hacerlo tampoco quiere decir que seamos ‘disciplinados’. En países como el nuestro, donde las principales víctimas de los ejércitos hemos sido nosotros los ciudadanos, no me llena de orgullo ni me hace gracia que se imite a los militares en los desfiles. La verdadera devoción por la patria consiste en procurar ser mejores ciudadanos; lamentablemente, desde el Estado siempre habrá quienes se opongan (ya saben ustedes el Presidente que tenemos), pero hay que continuar insistiendo. Por lo pronto, uno empieza por casa, por conversar y debatir este asunto que a todos no les parece o cae en gracia desde el primer momento (todos tenemos una foto en un desfile). Pero tampoco podemos quedarnos callados.

Saltar en la oscuridad, saltar

Augusto Rubio Acosta

Conozco a Miguel Rodríguez de las semanas que siguieron a la caída de la dictadura, de la tarde en que Jaime Guzmán me llamó entusiasmado para entregarme el manuscrito de “Leyenda del padre”, novela que había llegado en un sobre proveniente de Francia y que el Quijote de la cuadra siete del jirón Pizarro me conminaba a leer con premura. Conocí a Miguel por ese tiempo, así, sin conocerlo. A través del manuscrito pude acercarme a fondo al universo vital y literario de su padre, cerciorarme de sus pasos, entender mejor la época que le tocó vivir, conocer a los artistas con quienes interactuó y se hizo poeta; a través de esos folios intenté y fracasé en la interpretación social del puerto de aquellos años, de sus enormes y repetidas posibilidades perdidas.
Conocer a alguien mediante un libro, leerlo antes de estrecharle la mano en vivo (en HD), es mejor que hacerlo del modo convencional. Meses después, al año siguiente (2001), acompañé a Jaime –a bordo de su viejo bólido celeste- a revisar las portadas de la dichosa novela que se imprimía en un taller ubicado en Jorge Chávez, por entonces polvorienta y peligrosa calle ubicada debajo del puente Gálvez. Así, en idas y venidas, en tertulias infinitas propias del quehacer cultural, conocí un poco más a Miguel, supe que –al igual que su padre- escribía poesía, escuché algunas anécdotas, me enteré que su llegada al puerto y nuestro encuentro era inminente.
El día que Miguel Rodríguez presentó su libro en Chimbote, en el local donde a mediados del siglo XX estuvo ubicado el primer prostíbulo de la ciudad, el suscrito fue uno de los seiscientos asistentes. Se trataba del acto cultural más impresionante que la historia recuerde. Nos presentaron apresuradamente en el ingreso, pero estoy seguro que él no lo recuerda; a la salida de esa noche inolvidable, el mar humano conducía en vilo a Washington Delgado, Miguel Gutiérrez y Oswaldo Reynoso, quienes junto a Fernando Cueto y el propio Miguel formaron parte de la mesa de honor. No era el momento apropiado para el diálogo, para decirle lo que pensaba de su novela, había demasiada gente ansiosa de cerrar la noche con tumulto (como debía ser) y yo debía trabajar al día siguiente. Un calendario después me enteré que Rodríguez volvió al puerto con un poemario bajo el brazo, hubo que presentarlo como era debido y ahí estuvimos, pero las multitudes hicieron lo suyo, diversas circunstancias volvieron a impedir conocernos.
Los años y los libros pasan, pero lo leído nunca se va, no se olvida. El tercer libro de Miguel que llegó a mis manos fue uno de tapa roja que editó Ricardo Vírhuez. A la distancia, durante los años siguientes, leí algunos de sus ensayos en Ciberayllu, espacio que publicaba también mis cuentos y crónicas. Luego, cuando migré a Twitter lo perdí de vista, volviéndolo a encontrar en Facebook hace cierto tiempo.
Ayer, de manera sorpresiva, Miguel publicó en su muro, en una especie de breve defensa del arte de la escritura al interior de la vida familiar, palabras fraternas y solidarias para con el suscrito que recibo reconfortado y agradezco a la distancia. No hay jubilación para un artista, Miguel, bien lo sabes; es la forma de vida que hemos elegido y como tal no tiene fin, nunca termina. A veces uno enciende luces, a manera de terapia, para darse más fuerza en circunstancias complejas de la vida; en ocasiones es la simple rutina (el vicio) que se nos pega, sin darnos cuenta que la luz interior del corazón de los hombres puede estar encendiéndose como una llama, haciéndose hoguera, tornándose incendio. Liszt decía: “doloroso y grande es el destino del artista”. Qué se yo de esas cosas, me recupero de mis males y me echo a andar, a leer, a saltar en la oscuridad, en ese universo paralelo donde se agitan las teclas y vibra (se calcina siempre) el alma humana.
Gracias, viejo, no te pierdas; algún día en Provence o en Chimbote (más temprano que tarde) al fin convesaremos. ¡Salud!

jueves, 24 de julio de 2014

Apuntes desde el exilio



Augusto Rubio Acosta

Las semanas que han pasado, días de fiebres y hospitales, de gastroenterólogos y padecimientos sin nombre, me han servido para varias cosas. Estar atado a una cama obliga a repensar –por ejemplo- el discurso interrumpido, nos hace volver al rostro hacia el pasado, sentirnos como una alimaña en su madriguera, constatar la solidaridad, revisar nuestra historia personal, la capacidad humana de ser y existir. El tiempo transcurrido ha servido también para leer de un tirón varios libros pendientes, para que la vida misma se encargue de cernir a los escasos e incondicionales amigos que creía haber tenido.
El dolor nos puede hacer insoportables. Sin embargo, he encontrado cierto poder terapéutico en la literatura. Por eso escribí algunas cosas en papelitos, en Twitter, al reverso de las recetas, esto que ahora pueden leer ustedes y da cuenta -en parte- de mis prolongados silencios.
Estar enfermo es enfrentarse a un sinnúmero de preguntas, la mayoría de ellas sin respuesta. Si bien es cierto, la experiencia del sufrimiento es una de las constantes más universales en la vida del hombre (la aparición de alguna enfermedad o la irrupción de la muerte puede repercutir en todas las dimensiones de la persona y traducirse en un quiebre vital), estar atado a una cama es también -como toda crisis- una oportunidad de la cual podemos sacar cierto provecho o lograr un cambio de sentido en la vida.
Llegué al hospital y -tras ver a mi alrededor- me asusté con el comercio de las almas y las balanzas miserables pesando espantapájaros como yo, enloquecidos de la vida. Llegué al nosocomio y pensé en si era o no la última vez que veía la calle, las flores del parque frente a casa. Ingresé al hospital como se ingresa a una caverna, a un túnel, a una gruta desconocida donde las cosas funcionan de cualquier manera menos como la lógica señala.
¿Qué tengo que hacer para que cesen las fiebres?, ¿hasta cuándo me doblaré en dos y me cogeré el estómago esperando se detengan las punzadas en el costado derecho?, ¿cómo me veré -en este momento de dolor e inquietud- ante los ojos de Tere, compañera, deshacedora de entuertos, sanadora de penas?
Mañana será otro día, uno en el que ojalá las amas de casa vuelvan con más cosas del mercado. Estar enfermo tiene algunas ventajas, pero eso a nadie le interesa.